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BUENOS AIRES
29-07-2019
René Favaloro, a los 77 años, se suicidó una tarde de invierno de hace 19 años.
2019-07-29-10:57
Siete cartas y una bala en el corazón: los angustiantes últimos dÃas de René Favaloro
El 29 de julio de 2000, a los 77 años, el gran cardiólogo argentino se quitó la vida atormentado por la situación económica de su fundación. Las siete cartas que dejó, la última mujer que amo y las dramáticas horas finales del creador del bypass
Por MatÃas Bauso
No podÃa ser en otro lugar. AhÃ, sabÃa, no podÃa fallar. La bala atravesó el centro del corazón.
La tarde del 29 de julio del 2000 René Favaloro puso fin a la angustia de varios dÃas. No fue una decisión apresurada. Cada uno de sus movimientos finales estuvo premeditado.
Entró al baño de su departamento de Barrio Parque, se bañó, se afeitó, se puso un pijama y sus pantuflas. Fue hacia el dormitorio. De un cajón sacó siete cartas que habÃa escrito en los últimos dÃas y un arma. Dejó los sobres en la mesa del comedor, en un lugar bien visible, y volvió al bañó. El vapor de la ducha ya se habÃa diseminado y pudo pegar sin dificultad en el espejo una nota dirigida "A las autoridades competentes". Vio su reflejo por última vez. Se enfrentó con sus ojos. Hasta ahà habÃa llegado. Empuñó el arma y la apoyó contra la parte izquierda del tórax. Apretó el gatillo. La bala destrozó su corazón.
René Favaloro, a los 77 años, se suicidó una tarde de invierno de hace 19 años.
Era una eminencia mundial y uno de los argentinos con mayor reconocimiento público. Nacido en La Plata, luego de recibirse ejerció de médico rural en La Pampa. Fueron doce años en la localidad de Jacinto Arauz en los que su labor fue, como siempre, ejemplar. De los pueblos y ciudades vecinas acudÃan a atenderse con el doctor. Luego llegó el tiempo de crecer.
Se instaló en Cleveland y en esos años se convirtió en uno de los mayores especialistas en cirugÃa cardiovascular en el mundo. Perfeccionó la técnica del by pass aórtico que salvó cientos de miles de vida con los años. Lo hizo en base a estudio y trabajo.
A los 47 años decidió que debÃa volver a Argentina, a su paÃs. Que debÃa atender pacientes, operar, transmitir sus conocimientos y establecer un centro de investigación. Fueron treinta años de alegrÃas y sinsabores que terminaron de manera trágica.
Esa mañana del 29 de julio habÃa sido igual que las demás. No alteró su rutina ni siquiera el dÃa en que tenÃa decidido quitarse la vida. Se levantó temprano, desayunó, arregló con Diana (Truden, su novia) volver para almorzar juntos. Luego bajó al garage del edificio de Dardo Rocha 2965 y se subió a su Peugeot 505, su auto que ya tenÃa más de quince años de antigüedad.
Llegó temprano a la Fundación que llevaba su apellido en la Avenida Belgrano. El gesto reconcentrado, la cabeza baja, el andar lento no sorprendió a nadie. Favaloro siempre fue adusto, poco propenso a las efusiones pero hacÃa varios meses que se lo veÃa más preocupado y tenso. Sin embargo, saludó con una sonrisa a cada empleado con el que se cruzó. En el pasillo un médico lo paró para consultarlo por un caso. Favaloro se puso sus anteojos, leyó el informe de un estudio, analizó algunos valores, levantó una placa con una imagen para analizarla a contraluz y emitió su opinión profesional. Después, apuró el paso para ingresar a su despacho. Permaneció ahà encerrado unas cuantas horas, no recibió a nadie, ni realizó llamados telefónicos.
Cerca de las 13.30 emprendió el regreso a su casa para el almuerzo convenido con su novia Diana. Como siempre fue una comida frugal. Los excesos no eran lo suyo. Conversaron hasta que sonó el portero eléctrico. Uno de los hermanos de Diana pasaba a buscarla. Favaloro le dijo que él irÃa a La Plata, su ciudad natal, por la tarde. Pero mintió.
A las 16.30, una adolescente se bañaba en el piso de arriba, en el tercero. De pronto escuchó un ruido amortiguado, como en sordina, un chasquido grave y fuerte, como el de una lata crujiendo contra el suelo. Después un golpe, seco y corto. Y nada más.
Diana volvió con su hermano. Eran las 17.15. TraÃa una computadora (un CPU) y dos valijas. Tocaron el timbre pero nadie atendió. Diana quiso abrir la puerta con su llave pero no pudo. Su hermano luego de luchar un rato logró hacer caer la llave que desde adentro impedÃa la maniobra. Ingresaron al departamento. Todo estaba en silencio.
Ella llamó a Favaloro por su nombre: "¡René!". Recorrió el living, la habitación principal, uno de los baños. Por debajo de la puerta del otro baño asomaba una lÃnea de luz. Diana corrió hacia allá pero la puerta no abrÃa, el cuerpo caÃdo del cardiocirujano lo impedÃa. Ella y su hermano empujaron con todas sus fuerzas pero no lograron progreso alguno. La desesperación la dominó. Salió al pasillo y empezó a clamar por ayuda. Un vecino escuchó los gritos y llegó para colaborar.
Rápidamente se dieron cuenta de que empujando no iban a conseguir ningún avance. El vecino busco sus herramientas para sacar la puerta del cuadro y desarmar las bisagras. Diana todavÃa tenÃa alguna esperanza de que sólo se tratara de un desvanecimiento. Apenas movieron un poco la puerta, la situación fue clara. Un charco de sangre oscura, el pequeño orificio bajo la tetilla izquierda. La policÃa tardó pocos minutos en llegar. Luego fue el turno de los medios.
La noticia de la muerte de René Favaloro conmocionó a la sociedad. Durante unos dÃas sólo se habló de eso. Y de los posibles motivos que lo llevaron a dispararse al corazón con un 38. Las causas de un suicidio siempre son insondables. Los motivos se acumulan, se entremezclan. Siempre se presentan difusos e incomprensibles para los sobrevivientes. Sin embargo en la calle, en los noticieros y en los diarios se barajaron las más diversas y amplias opciones. Deudas, peleas familiares, problemas amorosos. El menú también incluÃa un embarazo de Diana, su novia 46 años más joven que él, una enfermedad terminal (y ese lugar común que sostiene que los médicos son pésimos pacientes) y su futuro desplazamiento de la dirección de la obra de su vida, la Fundación Favaloro. Entre argumentos reales, improbables y completamente falsos la mayorÃa se forjó una opinión sobre qué fue lo que llevó a quitarse a l vida a a uno de los argentinos más respetados. O peor aún: sobre quién fue el que apretó el gatillo remotamente.
Los últimos meses del Doctor Favaloro habÃan estado repletos de sinsabores y derrotas. La situación económica del paÃs era mala, el desmoronamiento habÃa empezado. El 1 a 1 no resistÃa más, era una ficción que provocaba desfasajes que llevaban al colapso a varias empresas.
Las deudas acuciaban a la Fundación. DebÃan más de 40 millones de pesos. Al mismo tiempo, le debÃan más de 18 millones. Su principal deudor era IOMA, la obra social de la Provincia de Buenos Aires. Pami también le adeudaba casi 3 millones (las autoridades de ese entonces de la Alianza, dijeron que las prestaciones en su gestión estaban al dÃa, que esa deuda se habÃa generado en las gestiones del menemismo de Alderete y Matilde Menéndez por lo que debÃan verificarse judicialmente). Y muchos otros organismos oficiales, privados y sindicales le debÃan dinero.
Favaloro no querÃa cambiar el esquema de funcionamiento de la Fundación. Deseaba seguir atendiendo gratis a quien lo necesitaran, tener casi 1200 empleados, contar con tecnologÃa de última generación y continuar recibiendo pacientes de obras sociales y privados.
Los demás miembros del directorio habÃan logrado formar un comité de crisis con asesoramiento externo. Los vencimientos se les venÃan encima. Favarolo habÃa escuchado lo que nunca pensó escuchar. Varios directivos y hasta familiares le habÃan sugerido que diera un paso al costado, que dejara por un tiempo de encabezar la institución.
El lunes siguiente a ese sábado 29, iban a despedir a casi un tercio de los trabajadores, muchos de los cuales trabajaban con él desde que habÃa vuelto al paÃs a principios de los setenta.
El otro problema que enfrentaba era el sistema. Un sistema que lo asqueaba. En el que para cobrar lo que le correspondÃa, debÃa pagar retornos y coimas. Le resultaba inconcebible. Uno de sus muchos orgullosos habÃa sido no incurrir nunca en esas prácticas. Tampoco comprendÃa lo que en el ambiente médico se conocÃa como el ana-ana, la costumbre de que el médico que derivaba un paciente reclamara un porcentaje del valor de la intervención y de los estudios realizados.
La situación se volvió asfixiante. Vio por delante una disyuntiva que lo desesperaba. En vez de la decisión de SofÃa era la Decisión de René: perder su fundación o su integridad.
Era un hombre de valores y de otros tiempos. No usaba computadora y hasta se habÃa resistido a tener un celular. La insistencia de Diana fue la que lo convenció de tener un teléfono móvil. Ese apego a las viejas costumbres hizo que cuando decidió salir a pedir ayuda a sus conocidos, poderosos o influyentes lo hizo a través de un método tradicional. Envió una gran cantidad de cartas. Pero ninguna fue respondida.
Su pudor le impedÃa aparecer de sorpresa o molestar con un llamado. Creyó que una misiva firmada por él bastarÃa para concientizar a varias personas con poder y que acudirÃan a rescatar a la institución que era lÃder en cirugÃa cardiovascular y en trasplantes de todo tipo. O que su firma al menos ameritarÃa una respuesta. Nadie contestó. Eran tiempos demasiado rápidos y poco comprometidos para una carta. Eran comunicaciones fáciles de ignorar, de perder en una instancia previa, de desconocer su recibo.
Una de esas cartas la envió a Claudio Escribano, jefe de redacción de La Nación y viejo amigo. Allà en dos lÃneas crueles e impactantes resumió esos últimos meses de su vida. "En este último tiempo me he transformado en un mendigo. Mi tarea es llamar, llamar y golpear puertas para recaudar algún dinero que nos permita seguir con nuestra tarea". La primera frase de la carta no dejaba dudas, no ofrecÃa misterio sobre su situación: "Estoy pasando uno de los momentos más difÃciles de mi vida".
Otra de esas cartas en las que pedÃa auxilio económico, tal vez la más célebre, se la envió al Presidente Fernando De la Rúa. Allà explicaba el estado de situación ("Estimado Fernando: te escribo estas lÃneas porque nuestra fundación está al borde de la quiebra" empezaba) y decÃa que necesitaba 6 millones de dólares para salir del atolladero. Según el secretario de presidencia, De la Rúa leyó la carta recién el mismo sábado del suicidio del doctor.
Favaloro mantuvo su disciplina hasta los últimos dÃas. Conservaba su buen estado fÃsico (aparentaba al menos diez años menos que sus 77) y la energÃa para encarar largas jornadas de trabajo. El pulso seguÃa funcionando a la perfección. Todos los dÃas ingresaba al quirófano. Luego se ocupaba de los llamados, las cartas y las gestiones para intentar salvar la Fundación.
En 1998 habÃa enviudado después de medio siglo de matrimonio. Los amigos de Favaloro dijeron que a pesar de su dolor, nunca se mostró deprimido ni dejó de cumplir con su labores profesionales. Al año comenzó a salir con Diana Truden de 31 años. La diferencia de edad era enorme: 46 años. Esa brecha lo preocupaba pero sus amigos contaron que lo veÃan feliz como nunca con su flamante noviazgo. TenÃan pensado casarse en agosto del 2000. En esos meses compartieron trabajo (ella era una de las secretarias de la Fundación), viajes, casas y hasta un retiro espiritual.
A Diana le dejó una de las siete cartas finales y dinero en efectivo. Le escribió a mano con caligrafÃa prolija (atacando otro cliché: el de la letra de médico) que no era culpable de nada, que hasta el último segundo pensarÃa en ella, que de ella serÃa su último pensamiento.
"Diana: ha llegado el momento de la gran decisión. Tú no eres culpable de nada. Mis proyectos se han hecho pedazos […] Tú has sido mi grande y verdadero amor. Siempre me he sentido un poco culpable. Nunca debà permitir que nuestro amor llegara tan lejos. Cuarenta y seis años es una gran diferencia […] Te he amado con locura. Estaré pensando en ti hasta el último segundo".
Además de escribir las misivas, en la última semana tuvo encuentros con amigos de toda la vida y gente querida que miradas retrospectivamente se trataron de despedidas. Recordó el comienzo de amistades, expresó sentimientos que por lo general ocultaba, dio abrazos fuertes, los que su recato y solemnidad solÃan rehuir.
A muchos les recordó la imagen que utilizó en la carta a Escribano: "Soy un mendigo. No tengo paz a esta altura de mi vida". A la actriz Tita Merello, que tenÃa 95 años, residente vitalicia de la Fundación, pasó a visitarla el jueves. Charlaron y antes de despedirse, el cardiocirujano le dijo que no se preocupara por nada de lo que sucediera, que a ella nada le iba a faltar. Todo lo que dijo esa semana se resignificó pocos dÃas después.
Las cartas, todas manuscritas en papel membretado, tuvieron diferentes destinatarios. Una fue para su empleada doméstica (en su sobre también habÃa algunos miles de dólares), a su sobrino Roberto, a familiares y amigos en general.
Esta última es una denuncia de la situación general ante la que se muestra asqueado e impotente. Habla de la corrupción de los sindicalistas y del PAMI. Resume su trayectoria desde la renuncia a la clÃnica de Cleveland para volver a instalarse en el paÃs, su paso por el Güemes y sus últimos años en el edificio de la Avenida Belgrano. Los esfuerzos por atender a todos los pacientes, por tener la tecnologÃa de punta y por formar profesionales. Describe el circuito de corrupción al que él no quiso ingresar a pesar de los pedidos de gente cercana.
"Es indudable que ser honesto, en esta sociedad corrupta tiene su precio. A la corta o a la larga te lo hacen pagar. La mayorÃa del tiempo me siento solo. (…) En este momento y a esta edad terminar con los principios éticos que recibà de mis padres, mis maestros y profesores me resulta extremadamente difÃcil. No puedo cambiar, prefiero desaparecer. JoaquÃn V. González, escribió la lección de optimismo que se nos entregaba al recibirnos: 'A mà no me ha derrotado nadie'. Yo no puedo decir lo mismo. A mà me ha derrotado esta sociedad corrupta que todo lo controla", escribió.
A la familia, a sus sobrinos y sobrinos nietos, les recordaba que él habÃa llegado hasta los 77 años. Que ellos no debÃan desistir antes. Y hacÃa un pedido más, el último. QuerÃa que sus cenizas fueran esparcidas en aquella tierra en la que fue feliz, en la que con sus alegrÃas y dolores, todos era noble; que reposaran en Jacinta Arauz, en La Pampa, donde fue médico rural e instaló su primera clÃnica.
El suicidio de Favaloro no aumentó ni depreció su prestigio. Él ya era estimado y valorado. Sus palabras finales, su denuncia desesperada y desesperanzada de un sistema cruel y corrupto no fue escuchada. Luego de las especulaciones de los motivos, de los rumores, de las hipótesis falsas y de los ecos mediáticos, todo siguió como antes. Su muerte no sirvió como lección.
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