Bomberos 100
Policia 101
Hospital 107

VILLA ELISA
18-12-2007

EL CINE DE VILLA ELISA, SUS ENTORNOS Y OTRAS YERBAS

(Villa Elisa al Dia)

En la edición de ayer del diario Clarín, en la sección Pueblo a Pueblo, se publicó una nota escrita por el elisense Adolfo Santos Barbieri, que desde hace tiempo está radicado en Rió de Janeiro(Brasil). Aquí compartimos la nota publicada. “Es difícil decir cuál de los inventos ha sido el más espectacular o fascinante pero, sin dudas, el cine fue uno de ellos. Por lo menos nadie podrá negar que tuvo una influencia formidable en la moda, en la política, en la cultura, en la música y en el conocimiento en general. Desde que en 1895 los hermanos Lumière comenzaron a presentar públicamente sus películas en París, un largo camino fue recorrido por este arte fantástico. El cine hizo reír y llorar, sufrir y emocionar, fantasear y soñar a decenas de generaciones en todo el mundo. Las comedias y los dramas salían de la pantalla y se convertían en historias de todos, que se comentaban y se juzgaban como si fueran hechos de la vida real. Simples hombres y mujeres, al interpretar esas historias, se transformaron en personajes legendarios y el público los convirtió en héroes o villanos, según el papel que le correspondía en la ficción.

La gente de mi pueblo no fue ajena a este fenómeno. Como el resto de los mortales se apasionó por el cine y vivió gran parte de su desarrollo, desde la pantalla cuadradita en blanco y negro hasta el cinemascope, grande y en colores. En Villa Elisa fue el Cine Mitre el que abrigó esta metamorfosis del Séptimo Arte. Ahí vimos desde los filmes mudos y cortitos de Chaplin hasta los apasionados romances vividos por Marcello Mastroianni, Claudia Cardinali, Anouk Aimée o Sophia Loren. Disfrutamos con "El tren de las 3 y 10 a Yuma" con Glenn Ford; "Lo que el viento se llevó"; "El Zorro", "Tarzán" o películas argentinas como "Detrás de un largo muro", con Lautaro Murúa y Susana Campos. Nos matamos de la risa con "Cantinflas", "El Gordo y el Flaco", Luis Sandrini, los Cinco Grandes del Buen Humor y temblamos de miedo con las de Drácula y Frankenstein.
Seguramente, muchos elisenses pensarán que esto es historia antigua, que el Cine Mitre ya exhibió títulos y actores más recientes y consiguió acompañar más de cerca los estrenos de Buenos Aires. Seguramente que es así, pero estos que estoy nombrando son los que recuerdo de haber asistido en aquella sala sin declive, con bancos sin ningún confort y con películas que en los mejores momentos, ¡puf!, se prendían fuego y la pantalla se convertía en un inmenso volcán en erupción. Justamente de estas cosas, menos científicas y más domésticas que este arte nos ofreció, quería conversar en esta nota. De los “entornos y otras yerbas” que se creaban en aquellas noches memorables de sábado y domingo, que eran los únicos días en que se proyectaban películas y teníamos la posibilidad de disfrutar del cine.

La verdad, el espectáculo comenzaba unos días antes cuando en la esquina de la Plaza Urquiza aparecían aquellos caballetes de dos caras anunciando, en afiches de colores, las películas. Generalmente eran dos, una más importante y “menos vieja” que la otra, mechadas del infalible “Sucesos Argentinos”. Era en esos momentos que comenzaba el análisis previo, que desataba los remanidos: “¡Qué bodrio va a ser ésta!” , “¡Es un peliculón!”, o, “¡Ese es un actorazo!”. Ya si se trataba de una de aquellas memorables de Isabel Sarli o Libertad Leblanc que los afiches exhibían con generosos y desafiantes escotes, los comentarios se simplificaban en dos palabras: “¡Qué te...!”.

Llegaba el sábado y un poquito antes de las nueve, después de abierta aquella puerta de hierro tipo fuelle del Cine Mitre (que la verdad, era y continúa siendo, una Biblioteca Pública con un gran salón de actos anexo), comenzábamos a arremolinarnos en el hall a la espera del inicio. Era en esos momentos que siempre aparecía alguno de los muchachos que estudiaban afuera, porque en Villa Elisa no había colegio secundario, o los que estaban haciendo la colimba, muchos de los cuales se presentaban “orgullosamente” vestidos de conscriptos para asistir a la función. Generalmente quienes entraban primero eran las señoras y la “gurisada”. Los hombres en aquella típica actitud pueblerina, mezcla de machismo y cancherismo, entraban después, al filo del apagar las luces para ocupar la butaca que con santa paciencia le guardaba su compañera, colocando su saquito de banlon prolijamente doblado para avisar que el lugar estaba ocupado. Otro grupo especial era el de los que empezaban a noviar o que querían enganchar algo. Ahí era cuestión de buscar lugares estratégicos, lejos de los padres y parientes mayores y en la parte más oscurita de la sala.

Comenzaba la película y empezaba un espectáculo paralelo. Si el sonido estaba bajo o alto, lo cual era común, comenzaban aquellos gritos desaforados de “subíííí” o “bajáááá” y ahí un misterioso e invisible operador conseguía equilibrar el audio. Pero los mayores despelotes -con el perdón de la palabra- se producían en la hora que se cortaba la cinta y quedaba todo oscuro. Ahí comenzaba una chiflatina descomunal y ensordecedora, claro que también era el momento que muchos esperaban. Aguzando un poco la vista, yo pude a ver cómo aquel tipo que me pareció un tremendo badulaque, le robaba el primer beso a mi vecinita, esa chiquita linda y adorable que me gustaba tanto y nunca me había animado a decirle nada. ¡Qué rabia! Bueno, quizá me confundí y no era ella. Bien, lo mismo pasaba cuando, cada tanto, los viejos proyectores se recalentaban y se quemaba la película. Ahí generalmente era un largo “ahahahahahahahahah....” pronunciado por un coro de fastidiados que se daban vuelta, mirando para aquella ventanita por donde salía un haz de luz, como buscando una respuesta, pero sabiendo que había que esperar hasta que el operador la añadiera para poder continuar. Y así entre cortes, quemaduras y algún otro percance llegábamos al final de la primera película que, por lo general, era un bodrio.

El intervalo era parte de otro espectáculo, esta vez, externo. Un espectáculo del cual los mayores protagonistas eran los hombres, que recibían un salvoconducto, llamado de contraseña, para poder salir del cine. No consigo acordarme dónde iban las mujeres, pero los hombres salían girando a la izquierda, derechito para el bar de don Ramón Favre que quedaba al lado. Entre el cine y el bar había una de aquellas típicas entradas de carros o autos, que sospecho que los Favre habrán utilizado muchas veces para entrar con las vacas que después despachaban en la carnicería, que daba a la otra calle. La cuestión que en esa famosa entrada, que generalmente estaba bastante oscura, se conformaba una larga fila de hombres que, con pose disimulada, orinaban contra la pared del propio cine, produciendo aquel típico humito y dejando aquel olor ácido y penetrante que sólo el tiempo y las lluvias se encargaban de limpiar.

Superada esa escala necesaria, eran más unos pasitos, un escalón de cemento alisado y uno ya estaba dentro del bar, respirando esa atmósfera densa y caliente producida por aquella “multitud” de 30 ó 40 personas que se apiñaban para apresurar su pedido mientras fumaban con prisa para aprovechar el corto tiempo del intervalo. […] Pero aquel papanatas con cara de nada que se pasa la mano por los pelos grasosos no es el que estaba chapando con mi vecinita? Qué desgracia!! Bueno, realmente no estoy seguro si era ese, mejor olvidarse. En el centro del salón, una mesa de billar ocupaba gran parte del espacio. Esa mesa, dígase de paso, había convertido en verdaderos cracks de la carambola y el casin a los hijos de Don Ramón. A la derecha, había un mostrador con tapa de vidrio lleno de golosinas, caramelos de leche, turrones, unos chocolatines y las infaltables Tita y Rodesia entre otras. A la izquierda, otro mostrador, éste de madera maciza, una madera lustrosa y ennegrecida por el paso del tiempo y de tantos roces y manoseos, donde se servían las bebidas. Pero era sobre el mostrador de vidrio donde, para mí, estaba una de las mayores atracciones del intervalo: aquella vieja lata de galletitas, con un gran vidrio redondo lleno de impresiones digitales marcadas y adentro, amontonados, desordenados, exhibiéndose, aquellos irresistibles maníes tostados que eran vendidos por vasito. Sí, la medida era un vasito de vidrio, que con generosidad, doña Elena Favre lo llenaba y todavía le hacia una copita que te daba de yapa. Y ahí ya comenzaba el: “Va a empezar, vamos que va a empezar” y las charlas se iban diluyendo hasta que el último espectador conseguía acomodarse nuevamente en la dura butaca, después de entregar la contraseña para poder volver a entrar.

Ahí empezaba la segunda parte. Lo que sería el relleno, “Sucesos Argentinos”, muchas veces acababa siendo interesante. Arrancaba con aquel caballito que venía al galope y al adquirir un primer plano, ocupando casi toda la pantalla, se paraba en dos patas obedeciendo al tirón de riendas de un jinete de sombrero y poncho negro y la imagen se congelaba. Claro que los “sucesos” y las noticias eran completamente viejas, pero para una época en que no existía la TV, las rápidas imágenes en blanco y negro de un River-Boca, aunque todos ya sabíamos el resultado, eran algo imperdible y que pagaba parte de la entrada. Menos interesantes eran los actos oficiales de los gobiernos de la época, que generalmente eran escandalosamente oficialistas y cargados de un exagerado patriotismo.

La segunda película, que siempre era la mejor, tampoco escapaba a los consabidos cortes. Se repetían las chiflatinas, los "ahahahahahahahah...", pero ahora, como ésta era más picante, a cada beso de los protagonistas, surgían esas expresiones que uno nunca sabe quién las inventa y ahí venían el: “¡chuuupeeee que yo paaaagooo!” o “¡laaargueee que lo han vistooo!”, que eran seguidas de carcajadas por aquí y por allá. Estaban también aquellas escenas, cuando los pobres indios, después de mucho luchar y sudar, conseguían acorralar a los blancos adentro de la carreta y cuando iban por la victoria definitiva, precedida del estridente clarín, llegaba la caballería que acababa con la fiesta y las escasas chances de los pobres nativos. Ahí, estúpidamente, eligiendo un bando que no sé de dónde sacábamos que era mejor, aplaudíamos y zapateábamos como locos, festejando la carnicería que el ejército yanqui ejecutaba contra los supuestos “salvajes”. Era una tremenda excitación provocada por aquellas viejas cintas. Una excitación que para mí acabó cuando en el corte siguiente, percibí, ahora con más claridad, que aquel babieca le daba un nuevo chupón a mi vecinita. ¡Qué bronca!

Terminada la función, se encendían las luces y comenzaba el acto final. El público se desperezaba y en medio de algunos bostezos tentaba acostumbrar la vista a la luz después de tanto tiempo al oscuro. Con cara de sueño y con el cabello medio revuelto, algunos zamarreando sus hijos para que se despierten, comenzábamos a rumbear de vuelta para casa, haciendo crujir las cascaritas de maní diseminadas por todo el piso. Algunos, salían con la sonrisa que provocaba el placer de una buena película. Las mujeres, generalmente con los ojos rojos por aquellas lágrimas que no pudieron evitar. Los más chicos, esos que iban en barrita y que les encantaba jorobar el tiempo entero, los que más habían gritado y chiflado cuando se cortaba la película, salían dando risaditas y acordándose de las escenas más picantes, haciendo disimulados gestos obscenos.

La verdad que había sido una noche linda, la historia nos había conmovido a todos y los actores... Los actores, sinceramente, se habían pasado. Por todo eso, yo también sentía una sensación placentera después de pasar casi tres horas en el cine a pesar de la incómoda butaca y de la noche helada. Salimos y encaramos el frío sin quejarnos. Con pasos largos, con las manos en los bolsillos, tiritando y pensando en la cama calentita que nos estaba esperando, en pocos minutos nos tragamos las pocas cuadras que nos separaban de casa. De repente, como si me hubiese chocado de frente contra un iceberg, me pareció que se me partía el pecho y me hundía como el Titanic, pero esta vez sin los violines de la orquesta. ¡No! ¡No podía ser! Cuando íbamos llegando a casa, me deparó de nuevo con aquella escena espantosa, propia del más trágico final de cualquier película que ya hubiese visto. Ahí, cerquita de mi casa, en mis propias narices, con una luz que me permitía una visión mucho mejor que en el interior del cine y que no me dejaba ninguna duda, veo a mi vecinita, prendida con aquel marmota, en un beso que ni Armando Bó le había arrancado a Isabel Sarli en la película “Fiebre”. Saqué las manos de los bolsillos, cerré el puño izquierdo y lo golpeé contra la palma de mi mano derecha, al tiempo que murmuré:

-¡Qué mier...!

–¿Qué decís? Se sorprendió mi hermano, ajeno a mis pensamientos.

–Nada, nada, entremos y vamos a dormir que hace mucho frío.

Pasaron muchos años de aquella noche fría. Ayer, recibí un e-mail de mi amiga Katy Cláa, que respondiendo a unas preguntas que le hice, me escribió: “Hola Adolfo: te cuento que el Cine Mitre hace ya muchos, muchos años dejó de funcionar. […] Algunas butacas las tiene un pequeño cine de un Sr. Borcard, este hombre fanático del cine es albañil y logró hacer sobre una habitación de su casa una piecita donde proyecta películas, generalmente para niños, con una entrada casi simbólica.[…] Aquí, cine como tal (¡tan lindo que era!) no hay, lo mató la videograbadora y ni qué hablar de las nuevas tecnologías.”

La noticia no fue aquel choque contra el iceberg que me había pegado tan duro aquella noche pero, no puedo negar, las informaciones de Katy me dejaron un gusto amargo. De cualquier forma, es un tremendo alivio saber que existen personas como el Sr. Borcard, capaz de guardar fragmentos del “ADN” de nuestra pequeña historia, que quizás un día podamos reconstruir.

Bookmark and Share

Villa Elisa al Dia | 2006-2025 | radiocentenariofm@yahoo.com.ar | 03447-480472 / 03447-15550523