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BÁSQUETBOL
13-05-2008

OTRA VUELTA PARA PAOLO

(Villa Elisa al Dia)

Paolo cogió la pelota e hizo la de Maradona en el Azteca. Ahí que se va de uno, de otro, del tipo grande que le sale a taponar… Como si siguiera en el patio de La Armonia, como un chaval gambeteando en sueños, como si la canasta fuera Shilton y el gol, las Malvinas, Paolo se fue de todos y dejó una bandeja de elegancia. En ese instante los 11.000 fieles a la religión del CAI, la afición más copiosa de Europa, se puso en pie y miró como en su sueño aparecían los colores sobre el blanco y negro, como las lágrimas que brotaban no eran la de otras veces, de tristeza. Eran dulces de gloria. Eran de alegría. Sí, sí, sí esta vez sí. En ese instante, el Hospitalet agonizaba, 19 abajo y pedía tiempo muerto. No había reanimación posible (91-64). La fiesta comenzó teñida de un rojo pasión que encendió el pabellón y una ciudad que recuperará la ACB doce años después en buena culpa porque Paolo Quinteros, el ‘coloso de Colón’, quiso hacer de este sueño una realidad.

Paolo remató la faena con esa presencia que le debe llevar a los Juegos sí o sí, con ese mismo instinto asesino que hace ahora casi un año enseñó en Zaragoza, pero con la camiseta errónea, la del León. Ahora devuelve ese dolor convertido en alegría. El viernes volvió a quemar la red con 20 puntos (cuatro triples) y su implicación fue única, como toda la temporada, como toda la vida. En una jugada, en mitad de la avalancha que sepultó al Hospitalet, arrancó la bola de las manos de un atacante. En mitad de la pista, el camino hacia la canasta estaba vacío. Corrió y corrió, con tantas ganas que resbaló con el impulso. El balón decía adiós por la línea de banda. Pero no, se levantó como un diablo rojo y fue a su rescate como si le fuera la vida en ello. ¿Creen que llegó? Llegó, claro que llegó.

El último cuarto no existió. El técnico, Curro Segura, rotó a todos y puso a jugar a Quinteros los últimos minutos con el único motivo de que recibiera la ovación. Su nombre, con el de Matías Lescano, el cordobés que llevaba cinco años en Zaragoza, fue el más venerado por la grada y al que Paolo se agarró con todas sus fuerzas al oir la bocina que ponía fin a una tortura en Zaragoza.

La fotografía del ascenso fue esa repetida tantas veces en la colección de Silvia. Su hijo con los brazos al aire, con el grito en el pecho y la victoria clavada en el corazón. La gloria.

Pronto agarró una bandera de Argentina y se zambulló en la fiesta hasta sus entrañas. Vuelta al ruedo de campeón, lluvia de champán y cerveza, abrazos a los amigos, telefonazo a casa, a los vecinos de Colón, el beso a Cecilia, mil fotos, mil recuerdos. “Esto se lo dedico a mi novia Ceci, a Nino, a mis sobrinos Tobías y Lourdes y a toda la gente del CAI”, dijo en pleno éxtasis, humilde, leal y cercano. Ese es Quinteros para quien lo conoce.

La noche fue larga. La fiesta duró hasta la madrugada. En el vestuario un compañero sacó una caja de puros y se abrió una botella de champán. El jaleo estaba fuera. Rodeados de la felicidad y seguidos por miles de personas, todo el CAI se subió a un autobús descapotable se desplazó al centro de la ciudad para festejar en la Plaza de España la victoria. La lluvia poco importaba. Quinteros sonreía como ese niño mientras chapoteaba en la fuente y escuchaba la felicidad de los zaragozanos. No era la primera vez que le pasaba. Ni la última. Es lo que le pasa a los campeones.
Informe especial del Periodista Sergio Ruiz, Zaragoza (Periódico de Aragon)

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